Por: Yaxmary Toyo
Estudiante de Noveno Grado en la I.E.D. Instituto Técnico de Comercio Barranquilla
“Para aquellos que sólo ven un cuadro negro del mundo
y huyen hacia los brazos de la muerte”
Hay días en los que no tenemos ganas de nada, absolutamente nada, solo desaparecer y no existir nunca más. Yo me he sentido así, y muchas veces este sentimiento es inexplicable: a muchos nos sucede. Es por esto por lo que hay corazones que sufren en silencio, se rompen poco a poco; sienten un vacío interior, como si algo les hiciera falta. En términos de esperanza y positividad este sentimiento nos ciega y nos conduce por caminos equivocados que terminan en abismos.
Frente a un panorama tan hostil, capaz de ensombrecer la vida de todo humano en cualquier etapa de la existencia, es normal que anhelemos una vida como en los cuentos de hadas, en donde las circunstancias que rodean al protagonista sean pintadas de un tono rosa vivo y de un brillo engalanador. No obstante, la vida real se nos presenta mucho más compleja, dura e imprevisible. En ésta, predominarán los tonos azules, fríos y alusivos a la melancolía propios del desgarramiento nacido de las ausencias y carencias que, poco a poco, nos apresan en un callejón sin salida.
No pocos escritores se han referido al rebote constante entre el sentimiento de plenitud y desdicha que caracteriza a la existencia humana. De entre los griegos, ya Heráclito de Éfeso proclamaba, en sus versos alusivos a la armonía cósmica, que el universo, en aras de mantener su equilibrio, se debate entre fuerzas contrarias para crear armonía a partir del conflicto; es decir, para garantizar su continuidad mediante la alternancia constante entre vida y muerte. Esto quiere decir que nada existe sin su contrario, y en esa lógica, atesoramos la salud por cuanto somos conscientes de la enfermedad; valoramos la felicidad en tanto que conocemos el dolor, y así en todos los aspectos de la vida.
Esta misma idea hace eco años más tarde en la filosofía de Sócrates, en cuya aceptación sosegada de la muerte se advierte una conciencia integral del ser humano, la cual incluye facetas que, aunque no sean cómodas de ver, forman parte de la naturaleza humana.
En esa misma línea de pensamiento, destacan versos dedicados a la aceptación del dolor por parte de poetas y escritores de ficción. Entre estos, cabe mencionar un muy conocido del autor argentino Julio Cortázar: “A veces uno amanece con ganas de extinguirse… Como si fuéramos velitas sobre un pastel de alguien inapetente. A veces nos arden terriblemente los labios y los ojos y nuestras narices se hincharán y somos horribles y lloramos y queremos extinguirnos… Así es la vida, un constante querer apagarse y encenderse”.
Como puede verse, la última frase de este verso enfatiza en el vaivén entre el dolor y la plenitud que conlleva el simple hecho de existir. Del mismo sentimiento angustioso nos otorga también una referencia poética exquisita Porfirio Barba Jacob:
“Hay días en que somos tan móviles, tan móviles, como las leves brisas al viento y al azar. Tal vez bajo otro cielo la gloria nos sonríe. La vida es clara, undívaga, y abierta como un mar.
Y hay días en que somos tan fértiles, tan fértiles, como en abril el campo, que tiembla de pasión: bajo el influjo próvido de espirituales lluvias, el alma está brotando floresta de ilusión.
Y hay días en que somos tan sórdidos, tan sórdidos como la entraña abscura de oscuro pedernal: la noche nos sorprende, con sus profusas lámparas, en rútiles monedas tapando el bien y el mal.
Y hay días en que somos tan plácidos, tan plácidos…(¡niñez en el crepúsculo! ¡Lagunas de zafir!) que un verso, un trino, un monte, un pájaro que cruza, y hasta las propias penas nos hacen sonreír.
Y hay días en que somos tan lúbricos, tan lúbricos, que nos depara en vano su carne de mujer: tras de ceñir un talle y acariciar un seno, la redondez de un fruto nos vuelve a estremecer.
Y hay días en que somos tan lúgubres, tan lúgubres, como en las noches lúgubres el llanto del pinar. El alma gime entonces bajo el dolor del mundo, y acaso ni Dios mismo puede consolar.
Mas también ¡Oh tierra! Un día… un día… en que levamos anclas para jamás volver… Un día en que discurren vientos ineluctables ¡un día en que ya nadie nos puede retener!”
En estas líneas, se puede observar la simbolización del dolor y la felicidad como instancias que se complementan entre si y que dotan a la vida de un mayor sentido para quien sabe dimensionarlas en esos términos de reciprocidad.
La tradición del pensamiento occidental ofrece un sin número de imágenes que dan cuenta de esta verdad sobre la que parecen estar de acuerdo todas estas culturas que han expresado sus más hondos deseos a través del arte y de una particular estética del dolor, de la que fueron consientes en principio los griegos antiguos mediante el género trágico.
Ahora bien, cabe preguntarse si todavía hoy el hombre contemporáneo abraza estas imágenes y las incorpora en sus proyecciones vitales, o si, por el contrario, las desecha y se aboca exclusiva e ingenuamente a la búsqueda infructuosa de la felicidad plena.
A este interrogante parecen dar respuesta negativa los discursos en auge de la felicidad imperativa que expende el capitalismo a escala global, el cual exige en todos los ámbitos de la vida una satisfacción plena que no se corresponde en la práctica con las posibilidades de lo humano, y que en esa medida puede llegar frustrar y angustiar a quienes adoptan tal propósito para sus vidas.
Entre quienes más pueden sufrir las consecuencias de este mandato a ser felices a tiempo completo, son los jóvenes en formación, quienes reciben una educación basada en ideales irrealizables de felicidad absoluta.
No en vano, pensadores contemporáneos como Marta Nussbaum y Ernesto Sábato han llamado la atención sobre la necesidad de recuperar el sentido trágico de la existencia en la escuela contemporánea. A menudo, no podemos evitar la repulsión hacia nuestras partes más vulnerables y humanas, debido a las ideologías que la sociedad a forjado como “correctas”. En consecuencia, ocultamos y reemplazamos estas partes por una imagen de pureza y de perfección, que no reflejan la naturaleza humana. En su ensayo “Sin fines de lucro” la autora aborda la importancia de aceptar nuestra naturaleza vulnerable y mórbida. Ella sugiere que no debemos de intentar disimularlas ni esconderlas ante los demás, pues esto no haría tan renuentes al dolor y tan tiranos, que nos volveríamos totalmente inaccesibles y aislados. A la vez, en su libro, la autora aborda la negación de la naturaleza mortal como una manifestación de narcisismo. El narcisista mantiene una visión de sí mismo como un ser perfecto y libre de las imperfecciones de la vida. ya que no acepta un hecho real al que todos nos enfrentaremos. El narcisista tiende a idealizarse y a considerarse especial, por lo que no se acepta como alguien con límites y debilidades como cualquier ser humano.
Ahora toquemos algo muy interesante que ella plantea en su ensayo “El ocultamiento de lo humano”, que está directamente relacionado con lo ya mencionado. “La repugnancia guarda relación con el hecho de ser conscientes de nuestra condición mortal y animal, ya que nuestra conciencia hace que estas realidades sean consideradas como impurezas o contaminantes para nuestra naturaleza racional. La repugnancia, en este sentido, es un reflejo de nuestra tensión entre nuestra naturaleza animal y nuestra naturaleza racional”.
Ahora bien, en este contexto filosófico, la tensión humana es el conflicto entre nuestra dualidad animal y racional, y entre nuestras naturalezas instintivas y racionales. Esta tensión se refleja en la reacción visceral de rechazo a lo que percibimos como irracional, desordenado o inferior en relación a nuestra esencia racional y moral. La repugnancia, en este contexto, es una reacción ante nuestra vulnerabilidad y fragilidad innatas, una defensa contra las impurezas y debilidades de la existencia humana. Sin embargo, es precisamente en esas debilidades y fragilidades donde reside nuestra naturaleza humana. No podemos negar esas condiciones sin perder el conocimiento de nosotros mismos.
Ahora, siguiendo el contexto de todo lo mencionado, en mi opinión la educación, por medio de sus ideales, normas y valores, puede ser culpable de promover una idea de humanidad que no incluye nuestras debilidades y fragilidades. Esa educación puede crear la creencia de que tenemos que ocultar nuestras imperfecciones, y así también nuestra humanidad Y “¿por que afirmo esto?”, “¿que hechos tengo para validar mi punto?”. Pues bien, Hay ejemplos concretos de situaciones en las que la educación promueve una idea de humanidad que ignora la naturaleza vulnerable y imperfecta de los seres humanos. Por ejemplo, la cultura de la excelencia académica en las escuelas puede promover la idea de que los alumnos tienen que ser perfectos, y si no lo son, son considerados inadecuados o fracasados.
Yo, una joven atrapada en la ilusión de la perfección, creía ciegamente que nunca me equivocaría y que debía darlo todo, sin importar los monstruos que acechaban en mi mente y alimentaban mis miedos, sin atreverme a mostrar mi vulnerabilidad y sensibilidad. Cargaba con sacrificios enormes, como llevar una máscara sonriente todo el tiempo, ignorando mi propia opinión y callando mi boca para evitar el juicio de los demás. Sacrificaba mi humanidad en pos de una apariencia implacable de perfección.
Mi mundo era un océano que me sumergía en sus olas. El ruido del agua me hizo sorda, y el miedo se expandió en mi corazón como un planeta vasto y oscuro, que se aproximaba para consumirme; sin embargo, un día aquella burbuja que me protegía de la realidad se rompió en mil pedazos como un espejo al chocar con el suelo. La rueda interminable de perfección se detuvo por un error insignificante, pero en mi cabeza se magnificó, sintiéndome juzgada y perdida, mientras las lágrimas inundaban mis ojos y todo parecía carecer de sentido.
El error se repetía y yo luchaba por entender ese tormento constante. El miedo a ser una decepción me consumía, en una larga batalla silenciosa donde el sentimiento de que mis esfuerzos no eran suficientes prevalecía constantemente. Pronto me sentí atrapada, aprisionada en la mediocridad.
Los miedos en mi mente se intensificaron y me encontré cara a cara con los monstruos persistentes e inoportunos, mostrándome lo frágil que era. Mientras todos parecían brillar bajo el reflector, yo permanecía en las sombras, luchando en vano.
Intentaba resistir, pero estaba empezando a ceder ante mis miedos, mientras mantenía una fachada de sonrisas para ocultar mis tormentas internas que crecían en mi corazón. “Estoy bien”, era la respuesta de rigor que escapaba de mis labios, mientras en mi mundo interno se desataban batallas incesantes. Detrás de tan simple frase, se escondía un mundo oculto, donde mis lágrimas se mezclaban con suspiros de dolor. Ese solitario suspiro en la oscuridad de cada noche, era una forma de evitar enfrentarme a preguntas incómodas.
“Estoy bien”, la máscara expertamente sostenida, mientras la tristeza melancólica se abrasaba en mi pecho, temiendo ser una carga para los demás, prefería guardar en silencio mi amargo camino.
La luz se reflejó en un abismo, era como un descanso al sufrimiento que tanto había cargado. Sin pensarlo más, fui arrastrada por esos monstruos que finalmente me llevaron a ese abismo. Justo antes de lanzarme al vacío, pensé en las personas que estaban a mi lado, en mis sueños y en las consecuencias de terminarlo todo. ¿Estaba cometiendo un error?
Pensé que sí, y entonces, mis ojos no pudieron evitar desbordarse en llanto al imaginar el impacto que mis acciones hubieran tenido en aquellos a quienes amo. Lo mejor de haber tocado fondo fue descubrir esa parte tan sólida de mí, esa parte que no puede quebrarse en una escala más baja. En esa parte baja podemos toca tierra firme de los cimientos y podemos reconstruirnos nuevamente.
He experimentado una intensa sensación de tener un propósito trascendental para transmitir, una voz en la que transformarme y un sueño que me guíe hacia la relevancia. Sin embargo, en mi interior, me encuentro atemorizada de exponer abiertamente mis inquietudes, ya que me aterra enfrentarlas. A pesar de mi juventud, en numerosas ocasiones me he sentido vieja y, en momentos prematuros, he experimentado una sensación de muerte espiritual. Mi existencia se sustenta en la búsqueda de experiencias que me brinden plenitud, que me colmen por completo y me dejen sin aliento, proporcionándome las respuestas que transformarán mi vida. No obstante, las respuestas anheladas aún se mantienen ausentes, mientras que las que han llegado no han perdurado a mi lado.
En un viaje al presente, me reconozco como esa joven sensibilizada cuyo corazón parece haber intercambiado roles con su cerebro, y que siempre lleva consigo una sonrisa en los momentos más difíciles. Soy aquella chica que solía callar, que no se atrevía a preguntar y que sentía un nudo en la garganta al hablar; la misma que ahora ha dejado de temer al no encajar. Fui aquella chica del “no”, del “no es suficiente”, del “no puedo hacerlo” y del “no seas conformista”. La chica del ¿Qué pensarán los demás?
En la danza de la vida, cuando nos postramos ante el temor al fracaso, perdemos la danza misma, la magia del aprendizaje en cada paso errado. Desaprovechamos la oportunidad de explorar caminos desconocidos, de desentrañar misterios en nuestra propia existencia.
Recordemos que errar es humano, un pincelazo inherente a nuestra obra. Al aceptar nuestras imperfecciones, liberamos nuestras almas de las cadenas de expectativas, siendo auténticos y leales a nosotros mismos. En la aceptación de nuestras limitaciones, hallamos también nuestras virtudes únicas.
En el vasto escenario de la existencia, donde los hilos del destino se entrelazan en armoniosa danza, descubro que el fracaso no es un abismo que devora, sino un camino iluminado que invita a la exploración. Me sumerjo en esa senda, desafiando límites y enfrentando la incertidumbre con coraje.
En el tropiezo, donde el mundo parece esfumarse, encuentro la fuerza para renacer, como el fénix majestuoso que emerge de cenizas olvidadas. En esos momentos de caída, me levanto, sacudo la bruma y prosigo mi sendero con paso firme. Las notas disonantes que me acompañan se entretejen en acordes hermosos de aprendizaje. Cada desafinación se convierte en lección valiosa, guiándome hacia un conocimiento más profundo de mí mismo y del mundo que me rodea. Avanzo, analizando minuciosamente cada una de las cicatrices, como un historiador que examina artefactos antiguos. Cada marca cuenta una historia, y ceñir su narrativa es el primer paso hacia la comprensión.
En la sinfonía de la vida, el fracaso es solo un compás en nuestro eterno baile, una danza de altibajos que ofrece incontables oportunidades para crecer y trascender. Así, me sumerjo en cada compás, abrazando la melodía de la experiencia y dejando que el ritmo de la vida me conduzca hacia horizontes desconocidos.
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